Había olvidado que una vez tuvo un loro de Paramaribo al que
quería como a un ser humano, cuando lo oyó de pronto: “Lorito real”. Lo oyó muy
cerca, casi a su lado, y enseguida lo vio en la rama más baja del mango.
–Sinvergüenza
–le gritó.
El loro replicó con una voz
idéntica:
–Más sinvergüenza serás
tú, doctor.
Siguió
hablando con él sin perderlo de vista, mientras se puso los botines con mucho
cuidado para no espantarlo, y metió los brazos en los tirantes, y bajó al patio
todavía enlodado tanteando el suelo con el bastón para no tropezar con los tres
escalones de la terraza. El loro no se movió. Estaba tan bajo, que le puso el
bastón para que se parara en la empuñadura de plata, como era su costumbre,
pero el loro lo esquivó. Saltó a una rama contigua, un poco más alta pero de
acceso más fácil, donde estaba apoyada la escalera de la casa desde antes que
vinieran los bomberos. El doctor Urbino calculó la altura, y pensó que con
subir dos travesaños podía cogerlo. Subió el primero, cantando una canción de
cómplice para distraer la atención del animal arisco que repetía las palabras
sin la música, pero apartándose en la rama con pasos laterales. Subió el
segundo travesaño sin dificultad, agarrado de la escalera con ambas manos, y el
loro empezó a repetir la canción completa sin cambiar de lugar. Subió el tercer
travesaño, y el cuarto enseguida, pues había calculado mal la altura de la
rama, y entonces se aferró a la escalera con la mano izquierda y trató de coger
el loro con la derecha. Digna Pardo, la vieja sirvienta que venía a advertirle
que se estaba haciendo tarde para el entierro, vio de espaldas al hombre subido
en la escalera y no podía creer que fuera quien rea de no haber sido por las
rayas verdes de los tirantes elásticos.
–¡Santísimo
Sacramento! –gritó–. ¡Se va a matar! El
doctor Urbino agarró al loro por el cuello con un suspiro de triunfo: ça y est. Pero lo soltó de inmediato,
porque la escalera resbaló bajo sus pies y él se quedó un instante suspendido
en el aire, y entonces alcanzó a darse
cuenta de que se había muerto sin comunión, sin tiempo para arrepentirse de
nada ni despedirse de nadie, a las cuatro y siete minutos de la tarde del
domingo de Pentecostés.
Fermina Daza estaba en la cocina probando la sopa para
la cena, cuando oyó el grito de horror de Digna Pardo y el alboroto de
la servidumbre de la casa y enseguida el del vecindario. Tiró la cuchara
de probar y trató de correr como pudo con el peso invencible de su
edad, gritando como una loca sin saber todavía lo que pasaba bajo las
frondas del mango, y el corazón le saltó en astillas cuando vio a su
hombre tendido bocarriba en el lodo, ya muerto en vida, pero
resistiéndose todavía un último minuto al coletazo final de la muerte
para que ella tuviera tiempo de llegar. Alcanzó a reconocerla en el
tumulto a través de las lágrimas del dolor irrepetible de morirse sin
ella, y la miró por última vez para siempre jamás con los ojos más
luminosos, más tristes y más agradecidos que ella no le vio nunca en
medio siglo de vida en común, y alcanzó a decirle con el último aliento:
-Sólo Dios sabe cuánto te quise.
Fue una muerte memorable, y no sin razón.
xoves, 17 de abril de 2014
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